jueves, 7 de noviembre de 2024

Capítulo II La despensa de la abuela María

 La despensa de abuela María





Vivencias

Capítulo II

LA DESPENSA DE MI ABUELA MARÍA

Hoy me ha contado María una vivencia bonita y emotiva. Me dijo: Luz, ayer, en casa de una amiga, me llegó un olorcito que me transportó a mi niñez.

Mi abuela pasó mucho en la posguerra, y le quedó tal fijación por la comida, que tenía una despensa llenita de todo y bueno.

Yo parecía un ratón. Me metía allí, cerraba la puerta (por cierto, muy pequeña para que entrara poca luz y todo se conservara en óptimas condiciones) y empezaba a buscar el chocolate y las galletas, que era lo que más escondido estaba. Había de todo: ollas con chorizo y lomo de la matanza, quesos, legumbres, frutas, verduras (especies, todas muy naturales, que desprendían un olor embriagador).

Había una tinaja muy grande con aceitunas aliñadas, tan grande que si me hubiese caído, no lo cuento. jajaja ¿Y el bacalao...? Ufffff, era enorme, con un canto de cuatro o cinco dedos. ¿Y las orzas con manteca colorá con zurrapa del fondo de freír el chorizo de la matanza y manteca blanca de freír el lomo...?, qué rica estaba con el pan tostado, esas rebanadas enormes...

Recuerdo los sacos medianos con garbanzos, lentejas (de las que había que expurgar para quitar chinillos y cocos, ya que eran biológicas y acudían esos coquillos redonditos). Los saquitos con habichuelas blancas y rojas me llamaban la atención y metía las manitas para removerlas, jejeje.

Recuerdo la ristra de ajos y el laurel; era tan llamativo. Yo era muy chica, así que todo me parecía enorme, menos el chocolate, je, je, je. El café lo tenían también en la parte más alta, con el azúcar, borrachuelos (nunca faltaban), la cebada y la leche de lata, pero su aroma lo impregnaba todo. Por cierto... ¿Para qué querrían la leche de lata (la Lechera), si toda la familia tomaba de las cabras que se criaban tan sanas y bonitas? Supongo que por el mismo motivo que había caramelos y otras chucherías, ya que alguna de las nietas era muy delicada (la niña bonita), je, je, je. En la cámara (la parte de arriba de la casa), había jamones de la matanza curándose, y tocino entreverado en salazón, y trigo y otros alimentos. En fin... Os dejo, porque si sigo contando no acabo, y he de hacerlo porque todo esto lo estoy contando en mis memorias, aunque ni sé cuándo las terminaré.

El cafelito en casa de mi amiga. Quizá fue eso lo que me recordó (la despensa de mi abuela); ella lo hace de pucherillo, y el aroma es muy penetrante, parecido al que desprendía el que se hacía en casa. Recuerdo las tardes de invierno, cuando acudían las vecinas a tomar el cafelito con mi madre. En fin, que en un momento, el olorcillo a café me trasladó a mi niñez.

Os contaré algo más: Yo debí de heredar algo de lo que os cuento, porque me encanta tener comida: cuando voy al súper, casi a diario, soy muy peligrosa, porque compro lo que necesito y lo que no, y no os miento cuando os digo que el regalo que más me gusta que me regalen es algo de comida gourmet. Jajajaj, mi amiga me regala aceite de su pueblo. ¿Verdad, amiga?

Espero no haberte aburrido: solamente quería contarte esta vivencia que dejó marcada a mi abuela. LA GUERRA Y LA POSGUERRA. Habría otras necesidades, pero comida había para todo el que llegara, y no exagero: más de una talega llenaba de comida para quien no tenía.

(talega

nombre femenino

Saco o bolsa ancha y corta, de tela fuerte y basta, que sirve para guardar o transportar cosas.

María Borrego R.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Cápitul I








“LA DESPENSA DE LA ABUELA MARÍA”.

 Vivencias

Capítulo I

Cuando me hice amiga de María, ella tenía seis años y un cuerpo pequeño, pero un talento grandioso que le otorgaba gran facilidad de imaginar cosas que ni había visto ni vivido.

En casa de sus abuelos, no muy grande, pero con recovecos y pasillos largos, tendría lugar parte de las vivencias que contaré en este libro. Describiré cada estancia y en ellas sus vivencias que quedaron impregnadas en cada rincón, no solo de la casa, sino de su memoria.

En la planta baja, había tres salas y una gran cocina con chimenea, el sitio más acogedor en invierno, donde siempre olía a café recién hecho, pan tostado, canela y romero que la abuela quemaba con la idea de que se impregnara todo de ese agradable aroma. En una esquina, había un recoveco muy blanco con una puerta de hierro; era la despensa, lugar donde se conservaban los alimentos en su estado puro. Porque la temperatura era óptima para ello. Esa despensa era su debilidad y protagonista del cuento que sigue a esta presentación.

En el extremo opuesto, había otra puerta que conducía al establo y patios interiores, donde vivía el ganado y demás animales. Ya he contado que no era un cortijo grande, pero a mí me parecía un castillo medieval. Recuerdo lo feliz que era zanganeando por todos lados; no necesitaba muchos juguetes, tenía los justos para que pudiese dar rienda suelta a esa fantasía, privilegio de pocas niñas de su edad que a María le fue otorgado.

 No recuerdo bien, pero uno de sus titos,  le hacía algunos juguetes de madera y otros materiales, reliquias que guardó hasta ser ya una mujer y que en algún traslado extravió, pero lo que no perdería jamás era el recuerdo de la serena paciencia que tenían con ella. Ese tito dulce y cariñoso era un ser maravilloso. No cesaba de contarle cuentos y, en cada ocasión que ella le hacía alguna pregunta, aprovechaba y le contaba alguno, porque era un hombre muy culto y sabía cómo saciar su curiosidad infantil, dejando siempre que la fantasía hiciese el resto del trabajo que él quería, con el fin de inculcarle los valores para vivir con paz y alegría y saber transmitirla a lo largo de su vida, consiguiéndolo a veces; otras quedaron en un espejismo por culpa de la maldad ajena.

En esas tres salas enormes de las que he hablado, separadas por una gran escalera que conducía a la planta de arriba (LA CÁMARA), nombre que se daba al piso segundo de la casa donde, además de los dormitorios, separados por una gran puerta, estaba el almacén, donde se guardaba el trigo y desecaciones de los productos de matanza como el jamón y otros alimentos.

 Mil recuerdos han quedado en su memoria: Objetos extraños, candiles dorados y mucho bronce con figuras talladas que había que limpiar cada semana para que relucieran.

 Había cuadros, algunos raros, quizás valiosos, pero en esa casa no se miraba el valor material de casi nada, el sentimental sí, porque recuerdo el mal rato que se llevaba la familia cuando se rompía algo que era herencia familiar, así que no se supo nunca cuánto llegaría a valer ni uno de esos cuadros ni objetos antiguos que también había. Por citar uno de esos cuadros que segura estoy tendría un gran valor, y os diré por qué lo imagino.  Uno (de los cuadros que menciono), grande, con fondo negro, donde solo resaltaba una vela blanca en una pequeña palmatoria dorada, con un chorro de cera derramada sobre un tapete rojo. Ese cuadro le intrigaba tanto, que no podía dejar de mirarlo para ver si descubría algo más oculto en sus matices.   Más adelante, en sucesivos capítulos, contaré más sobre este cuadro no muy grande, pero de impresionante belleza.

En la sala más grande, había muebles muy antiguos, de gran tamaño, tallados y con tiradores de bronce, tan grandes, que hasta que crecí no pude llegar a sus cajones que tanto me intrigaban. Quería ver qué guardaban; era tan fantasiosa que pensaba mil cosas de cuento de hadas. Recuerdo los cojines de terciopelo con dibujos de animales, dos alfombras morunas, una de color rosa pálido que casi nadie se atrevía a pisar con calzado. ¡Era tan bonita…! Como he dicho, había cuadros, algunos de Santos, uno de San Antonio, que a María le encantaba, porque en sus brazos tenía un niño muy bonito que le miraba con ternura. Quizás, fruto de su imaginación, ya he dicho que era especial. Además del que he mencionado de la vela, que creía esconder un enigma, nadie le creía cuando lo contaba, pero era cierto, ese niño de San Antonio, decía ella, que le miraba con mucha ternura. Lloró mucho un día que le dijo a su abuela María que había tomado en brazos al niño de San Antonio del cuadro, y lloró porque a la abuela María le dio un ataque de risa, que hasta yo, que soy una muñeca, me asusté.   Y era verdad, decía. Que sí… que era cierto. Tuve al niño chico de San Antonio en brazos un buen rato, hasta que desperté de la siesta, pero nadie me creyó nunca, aunque yo lo viví muy real.

 Había tantos muebles y adornos en esa sala… Pero lo que recuerdo con mucha añoranza era el reloj de pared enorme de números romanos que estaba arriba de la chimenea. Tenía un péndulo grande y otro pequeño que María jamás pudo alcanzar por más saltos que daba. Un suplicio que le hacía enfadar cada vez que lo intentaba. Su sonido, al dar la hora, retumbaba por todas las estancias, de tal intensidad que le hacía estremecer, pero le gustaba; toda la familia, incluso yo, que soy una muñeca, nos habíamos acostumbrado a su tic tac, al sonido de sus exagerados repiques en la noche. Daba los cuartos y las horas; era una sensación de alivio para el cerebro cansado del agotador trabajo que durante el día se agolpaba en cada materia del mismo. El encargado de darle cuerda era el abuelo Antonio, un ser especial, bondadoso y noble como había pocos. Sus ojos verdes esmeralda y su piel blanquita daban una paz inigualable.  Ni un solo día, ni uno, se le olvidó darle cuerda, porque el reloj era el administrador de activar el nuevo día, la vida de ese hogar, como lo eran el sonido de las ramas de los olivos movidas por el viento, o el ladrido de los perros, el chirriar de la leña quemándose en la chimenea y el canto de los pajarillos en días de primavera. Todo en conjunto tenía el poder de hacer sentir la vida en todo su esplendor.

Póximo capítulo.

“LA DESPENSA DE LA ABUELA MARÍA”.